lunes, 15 de febrero de 2010

DIONISO, AMPELO Y EL ORIGEN DEL VINO (Leyendas Taurinas)

     Antes de relatar la leyenda sobre el dolor desgarrado del dios Dioniso "Bromios" (“el que brama”) por la muerte de su idolatrado Ampelo, permitidme esta somera introducción, a fin de situar al lector en el tiempo y en algunas costumbres de la antigua Grecia, para mejor entender el porqué de aquellos devaneos erótico-pederásticos entre un adulto y un “efebo”.
     Los Efebos, por lo general, eran jóvenes atenienses, entre 18 y 20 años, que se instruían en las artes de la guerra. Es decir, era una especie de servicio militar, aunque también se aplicaba este término a los discípulos que vivían con sus maestros.
     Entre la alta sociedad griega era una práctica común aceptada y bien vista, las relaciones, siempre consentidas, entre un adulto y un púber mozo y se consideraba como una normalidad la relación entre un docente y su discípulo.
     Esta atracción hacia los adolescentes, dejando aparte los “efebos” consagrados a los dioses griegos, conocida como “efebofilia”, fue practicada, o más bien atribuida, entre otros, a Solón (638-558 a.C. uno de los 7 sabios de Grecia), quien en un poema erótico que nos ha legado, describe el atractivo de los muslos y “la dulce boca” de un joven ateniense. Iguales prácticas le imputaron a los poetas Anacreonte (572-485 a.C.) y Píndaro (518-438 a.C.). El primero imploró a Dioniso para conseguir el amor del efebo Cleóbulo y el segundo dedicó un poema erótico al joven Teóxeno, en cuyas rodillas, se dice, murió el poeta.
     También Platón (427-347 a.C.) fue durante ocho años discípulo y probablemente amante de Sócrates. En su obra “El banquete”, habla extensamente del amor al efebo. Precisamente, la condena a muerte de Sócrates (470-399 a.C.), por “no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud”,  fue por una denuncia, por celos, de varios pedófilos importantes atenienses, que veían cómo los jóvenes preferían a Sócrates.
     Y para terminar citemos al famoso efebo Bagoas, un eunuco persa, que mantuvo relaciones sentimentales y posiblemente sexuales con el rey Darío III y finalmente con Alejandro Mago (356-323 a.C.) que fue su preferido. Estas costumbre pasaron luego a Roma, donde se les conocía como los “concubini”.
     La relación entre el dios tracio del vino, la agricultura y el teatro, Dioniso (ó Dionisio) la describe Roberto Galasso, en su obra “Las bodas de Cadmo y Armonía”, quien la toma, al parecer, del poeta épico griego Nono de Panópolis (final del siglo IV d.C.) en su obra “Dionisíacas” y dice que: «El primer amor de Dionisio fue un muchacho. Se llamaba Ampelo. Jugaba con el joven dios y los sátiros en las orillas del río Patolo, en Lidia. Dioniso contemplaba sus largos cabellos sobre el cuello, la luz que emanaba su cuerpo mientras salía del agua. Se ponía celoso cuando lo veía luchar con un sátiro y sus pies se entrelazaban. Entonces quiso ser el único en compartir los juegos de Ampelo. Fueron dos “atletas eróticos”. Se revolcaban por el suelo, y Dioniso se regocijaba cuando Ampelo lo derribaba y se montaba sobre su vientre desnudo. Después se limpiaban el polvo y el sudor de la piel en el río. Inventaban nuevas competiciones. Ampelo vencía siempre. Se coronó con una sarta de serpientes, como veía hacer a su amigo. Y también lo imitaba cuando vestía una túnica manchada. Aprendía a tratar con familiaridad osos, leones y tigres. Dioniso lo animaba, pero una vez lo previno: “No tienes por qué temer a fiera alguna, guárdate sólo de los cuernos del toro despiadado.”
     Cierto día, Dioniso estaba a solas cuando vio una escena que le pareció un presagio. Un dragón cornudo apareció entre las rocas. Llevaba en el lomo un cabrito. Lo arrojo sobre su altar de piedra y hundió un cuerno en su cuerpecillo inerme. En la piedra quedó un charco de sangre. Dioniso observaba y sufría, pero el sufrimiento se mezclaba con una invencible risa, como si su corazón estuviera dividido en dos. Después encontró a Ampelo, y siguieron vagando, siempre de caza. Ampelo se divertía tocando una flauta de caña, y tocaba mal. Pero Dioniso no se cansaba de elogiarlo, porque mientras tanto lo miraba. A veces, Ampelo recordaba la advertencia de Dioniso con respecto al toro, y cada vez le era más incomprensible. Ahora conocía todas las fieras, y todas eran amigas suyas: ¿Por qué debía rehuir al toro? Y un día, mientras se hallaba solo, encontró un toro entre las rocas. Estaba sediento, y le colgaba la lengua. El toro bebió, después miro al muchacho, después eructó, y una baba le asomo por la boca. Ampelo intentó acariciarle los cuernos. Confecciono una fusta de junco y una especie de brida. Apoyó sobre el lomo del toro una piel coloreada y lo montó. Por unos instantes sintió una ebriedad que ninguna fiera le había dado antes. Pero Selene, celosa, lo veía desde arriba y le envió un tábano. El toro, nervioso, comenzó a galopar, escapando de aquel aguijón odioso. Ampelo ya no controlaba a la bestia. Una última sacudida lo arrojo al suelo. Se oyó el seco sonido de su cuello al romperse. El toro lo arrastraba por un cuerno, que se hundía cada vez más en la carne.
     Dioniso descubrió a Ampelo ensangrentado en el polvo, pero todavía hermoso. Los silenos, en círculo, iniciaron sus lamentos. Pero Dioniso no podía acompañarlos. Su naturaleza no le permitía las lágrimas. Pensaba que no podría seguir a Ampelo al Hades, porque era inmortal: se prometía matar con su tirso a la estirpe entera de los toros. Eros, que había adoptado el aspecto de un hirsuto sileno, se acercó para consolarlo. Le dijo que la punzada de un amor solo podía curarse con la punzada de otro amor. Y que mirara a otra parte. Cuando cortan una flor, el jardinero planta otra. Sin embargo, Dioniso lloraba por Ampelo. Era la señal de un acontecimiento que cambiaría su naturaleza, y la naturaleza del mundo.
     En ese momento Las Horas se apresuraron hacia la casa de Helio. Se prenunciaba una escena nueva en la rueda celeste. Había que consultar las tablas de Harmonía, donde la mano primordial de Fanes había grabado, en su secuencia, los acontecimientos del mundo. Helios las mostró, colgadas de una pared de su casa. Las Horas contemplaban la cuarta tabla: se veía al León y a la Virgen, y a Ganimedes con una copa en la mano. Leyeron la imagen: Ampelo se convertiría en la vid. Aquel que había aportado el llanto al dios que no llora aportaría también delicia al mundo. Entonces Dioniso se recuperó. Cuando la uva nacida del cuerpo de Ampelo estuvo madura, separó los primeros racimos, los estrujó con dulzura entre las manos, con un gesto que parecía conocer desde siempre, y contemplo sus dedos manchados de rojo. Luego los lamió. Pensaba: “Ampelo, tu final demuestra el esplendor de tu cuerpo. Incluso muerto, no has perdido tu color rosado.”
     Ningún otro dios, ni siquiera Atenea con su sobrio olivo, y tampoco Deméter con su pan tonificante, tenía en su poder algo que se aproximara a aquel licor. Era justamente lo que le faltaba a la vida, lo que la vida esperaba: La Ebriedad
     Como acabamos de comprobar, también el toro fue el desencadenante principal para que surgiera el embriagador elixir con el que se deleitaron los dioses y enloqueció a los mortales.
     Precisamente del sustantivo "Ampelo" toma el nombre lo que se conoce, en el mundo del vino, como “Ampelografía” (del griego ‘ampelos’: vid y ‘grafos’: clasificación), que es la ciencia que estudia las variedades de la vid y el modo de cultivarlas.

Plácido González Hermoso.

Bibliografía:
1.-Norberto Galasso. “Las Bodas de Cadmo y Harmonía”. Ed. Anagram.

1 comentario: